jueves, 5 de mayo de 2016

Marco Polo.

A finales del siglo XIII, Venecia seguía siendo una de las mayores potencias comerciales y marítimas del mundo. Era habitual escuchar allí, a la sombra de las cúpulas de ópalo, junto a los suntuosos palacios y a la vista de las doradas góndolas, las historias más extraordinarias y peregrinas. Pero las que contaba maese Marco Polo, recién llegado de los confines del mundo, eclipsaban a todas. Aseguraba haber visto extraer de las entrañas de la tierra, en la China, unas piedras negras que ardían mejor que la leña. Los venecianos, al oírle, se burlaban; para ellos, el carbón de piedra era una cosa de lo más fantástica. También hablaba de otra piedra que podía hilarse como si fuera lana, pero que era incombustible; sus oyentes reventaban de risa: aún más difícil de concebir que el carbón era el amianto. Tampoco le creían cuando describía una fuente que había contemplado en algún país remoto de la que no manaba agua, sino negrísimo aceite: sus conciudadanos no podían siquiera sospechar la existencia de los campos petrolíferos de Bakú.
Sin embargo, no era posible que un hombre, aun dotado de una portentosa fantasía, imaginara todo aquello. Marco Polo había regresado de sus viajes trayendo consigo grandes riquezas, entre las cuales quizás la más valiosa era la experiencia acumulada a lo largo de veinticuatro años de ausencia. Mil peripecias y hechos inverosímiles para sus contemporáneos cruzaban por su mente. Tenía mucho que contar, pues no en balde era uno de los más grandes viajeros que la humanidad ha conocido.

Marco Polo
El Libro de las maravillas, que enriqueció en gran manera los conocimientos geográficos de los europeos, es la única fuente (excepto algún testamento y muchos pleitos) a la que se acude en busca de datos sobre la vida y milagros de Marco Polo y los suyos, ya que todo aquello que podría corroborar o desmentir lo que en él se cuenta no ha sido nunca hallado o, como su tumba, ha desaparecido. Por supuesto que un libro tan fantástico (y para algunos tan fantasioso), que ha padecido versiones, interpretaciones y traducciones sin cuento, ha provocado serias dudas, extensas discusiones y alguna descalificación. A pesar de ello, todos los estudiosos parecen estar de acuerdo en afirmar que los Polo, comerciantes de modesta fortuna, provenían de una familia dálmata de Sabenico que se instaló en Venecia en el siglo XI, y citan incluso al abuelo Andrea. No tardaron en integrarse en el dinámico mundo comercial veneciano, convirtiéndose en una familia de audaces mercaderes. El abuelo de Marco tuvo tres hijos: Andrea, Nicolás y Mateo. A ninguno de los tres les arredraban las fatigas ni las distancias si vislumbraban una sustanciosa transacción económica.
Mercaderes intrépidos
Andrea, el primogénito, se estableció en Constantinopla y estableció fructíferas relaciones con los hombres de las caravanas que venían de lejanos países situados más allá del mar Negro. Las noticias que hablaban de las conquistas de los mongoles en el Asia Occidental hicieron pronto mella en su agudo sentido comercial, de modo que llamó a sus hermanos, que permanecían en Venecia, y les animó a no desaprovechar aquella magnífica ocasión de hacer grandes negocios.
La historia del «viajero maravilloso» empezó allá por el año 1253, unos meses antes de su nacimiento y, como es de rigor, con un viaje. Su padre, Nicolás Polo, se despidió de su esposa encinta y, con su hermano Mateo partió rumbo a Constantinopla en una galera repleta de madera, hierro en lingotes y forjado, grano, tejidos de lana y carne salada. La aguja magnética (recientemente importada) y las estrellas guiaron felizmente su camino hasta la capital de los griegos. Al poco de llegar, la mujer de Nicolás dio a luz en Venecia, en 1254, a Marco.
Nada se sabe de los primeros años de vida de aquel niño que debió de corretear por las plazas y los puentes de Venecia. Huérfano de madre muy pronto, se cree que vivió al cuidado de su tía Flora. Parece ser que recibió instrucción, ya que sabía leer y escribir, pero sin duda su mejor escuela se la ofreció la Venecia por la que vagaba. Una Venecia que vibraba al compás de los negocios y que castigaba con más dureza los crímenes contra la propiedad que los que se perpetraban contra las personas.

Nicolás y Mateo Polo abandonan Constantinopla
Pasaron seis años. Mientras Marco crecía en Venecia, Nicolás y Mateo comerciaban en Constantinopla, hasta que un día de 1259, intranquilos por las amenazas que se cernían sobre la ciudad, decidieron abandonarla para instalarse en Crimea, en la ciudad de Soldaia, donde los negocios no resultaron tan prósperos como esperaban. Se internaron entonces en la región de las estepas y se establecieron en Bolgar.
Transcurridos dos años más, la nostalgia comenzó a aguijonearles y, en la primavera de 1262, se prepararon para regresar. Pero el destino tenía otros planes para ellos. Estalló una guerra entre reyes mongoles y el retorno se presentó complicado y lleno de peligros. Resolvieron entonces viajar rumbo al sol naciente y se instalaron en Bujara en espera de una ruta tranquila para regresar a Venecia. El viaje no fue fácil, pero los Polo eran una raza de pioneros infatigables; compraron aquí, vendieron allá, aprendieron extrañas lenguas y descubrieron nuevos mercados, recibiendo buen trato en todas partes y estableciendo provechosos acuerdos con los mongoles. Éstos, que tanto pavor causaban a la Cristiandad, resultaron ser unos hábiles administradores que vivían en paz con los pueblos sometidos. La muralla musulmana, que desde el siglo VII impedía todo contacto entre China y Occidente, no era ya más que una simple cortina. Los hermanos Polo habían sido los primeros en cruzarla con éxito.

Los Polo en Bujara
En la ciudad de Bujara, en el corazón de Asia y a casi cinco mil kilómetros de distancia de su país de origen, Mateo y Nicolás permanecieron durante tres años, entregados de lleno al comercio. Un día llegó hasta ellos una comisión enviada por el gran Kublai Khan, cuyo imperio se extendía desde el mar Ártico hasta el océano Índico, y desde las costas del Pacífico hasta las fronteras de Europa Central. La comisión les entregó la invitación para que le visitasen. Un año de viaje les costó llegar a presencia del rey.
El Khan no había visto nunca europeos occidentales y era un hombre extremadamente curioso. Nieto del mítico Gengis Khan, Kublai tenía 43 años cuando los Polo fueron conducidos a su presencia. Se trataba de un déspota inteligente y experimentado, excelente gobernante y buen general, que poseía además un espíritu ávido de conocimientos. Les hizo mil preguntas sobre las costumbres europeas, en especial sobre su religión y el papa de Roma, de quien había oído hablar en términos elogiosos.
Para éste último les dio además un sorprendente encargo. Kublai, demostrando que era sumamente abierto en materia religiosa, pedía al papa que le enviara cien hombres doctos en el credo cristiano, a fin de que tuviesen una controversia con los bonzos, los monjes budistas de su país, prometiendo convertirse él y su pueblo al cristianismo si demostraban que la suya era mejor religión. Y como prueba de su eclecticismo, pidió también a los mercaderes que le llevasen aceite de la lámpara del Santo Sepulcro.
Los dos comerciantes, convertidos en mensajeros por obra y gracia del gran Kublai, se pusieron en camino dispuestos a cumplir con la misión, y después de un viaje de tres años llegaron a Venecia en 1269. La mujer de Nicolás había muerto. Nicolás vio por primera vez a su hijo Marco, que ya tenía quince años y era un muchacho inteligente, despierto y de notable curiosidad.
Los viajeros pasaron dos años en Venecia disfrutando de un monótono cambio de vida; mientras esperaban la elección de un nuevo papa (Clemente IV había muerto aquel mismo año) para hacerle entrega de la carta, Nicolás se casó de nuevo. La preocupación de los Polo por la misión incumplida se acrecentaba y la elección del nuevo papa se demoraba, por lo que decidieron regresar a China.
Nicolás (dejando también esta vez a su actual esposa embarazada), Mateo y el joven Marco, de diecisiete años, embarcaron en dirección a Acre. Su primera inquietud era localizar a Teobaldo de Piacenza, legado papal, a quien Nicolás y Mateo ya conocían de su anterior viaje, y pedirle la autorización necesaria para viajar a Jerusalén. Con los papeles en regla, los tres Polo navegaron rumbo a Joppe y luego cubrieron una jornada de trece leguas hasta Jerusalén.
Ejecutado el primero de los encargos del Gran Khan, regresaron a Acre con el santo óleo y se aprestaron a buscar justificación para no cumplir con el segundo. Teobaldo les proveyó de cartas que acreditaban la demora que les ocasionó la muerte del papa y el retraso en la elección de su sucesor.
Los Polo, ahora ya tranquilos, reanudaron el viaje, aunque consiguieron avanzar bien poco. En Layas se encontraron con que una rebelión bloqueaba la ruta de las caravanas, y mientras esperaban pacientes que se despejase el camino recibieron un correo de Acre. Tebaldo, con el nombre de Gregorio X, era el nuevo papa. Los Polo regresaron a Acre en busca de los cien doctores cristianos, aunque les proporcionaron sólo dos frailes predicadores.

Nicolás y Mateo Polo ante el papa Gregorio X
A comienzos de 1271 decidieron partir de nuevo hacia la corte del Gran Khan. El hijo de Nicolás, Marco, suplicó a su padre que le permitiera unirse a la expedición. Hacía dos años que escuchaba día tras día los relatos de los viajeros, y creía ciegamente en sus historias. Les había acompañado en la visita al papa y, aunque sólo tenía diecisiete años, estaba imbuido del espíritu de la familia. Nicolás no pudo negarse. Sabía que Marco era capaz de cualquier cosa, que poseía una curiosidad insaciable, una memoria privilegiada y una capacidad para sobreponerse a las contrariedades posiblemente mayor que la suya.
De Venecia a China
Gracias a los antiguos salvoconductos del emperador, los tres viajeros pudieron avanzar sin tropiezos. Sin embargo, los dos frailes que les acompañaban decidieron volver atrás a la primera señal del peligro. Los Polo continuaron su camino, que duró más de tres años. Marco Polo, que hizo una crónica minuciosa y amplia de todo aquello que vio, dedicó sólo una breve página a la ruta precisa que siguieron desde Venecia a Xanadú, dejando la reconstrucción del itinerario exacto a los lectores. Sin embargo, parece que después de atravesar la Pequeña Armenia, de la que describió el comercio, la caza y las costumbres de sus gentes, «que aunque cristianas no son buenas porque no practican la religión como los romanos», llegaron a Anatolia, que Polo llamó Turcomania, tierra de tejedores de «las alfombras más hermosas del mundo», y de allí a la Gran Armenia, en donde vio «una fuente de la cual mana aceite que no puede ser utilizado como alimento, pero que es excelente combustible».

Salida del puerto de Venecia
Visitaron luego Mosul, en donde «se hacen las más bellas telas de oro y seda, llamadas mosulin», y se extasió en Tabriz ante el mayor mercado de perlas del globo. En Saba dijo haber admirado las tumbas de los tres Reyes Magos, y, en Kerman, las famosas turquesas, que llevan aparejada la desdicha amorosa de quien las posee, porque se cree que provienen de los esqueletos de las personas desgraciadas en amores.
Fueron atacados por bandidos e intentaron fatigosamente llegar a Ormuz, desde donde pretendían embarcarse rumbo a China, aunque una vez allí cambiaron los planes a la vista del riesgo que suponía la poca solidez de los barcos. Emprendieron entonces rumbo al nordeste y se internaron en el continente hasta Tunocain, después de cruzar regiones desérticas. Los días transcurrieron agotadores hasta llegar a Balkh, en el Afganistán septentrional. Decidieron tomarse un largo y merecido descanso en Balashan, en donde la caravana se detuvo un tiempo.
Comprando y vendiendo, aumentando en definitiva las ganancias (aunque sin hablar nunca de ello), cazando de vez en cuando y admirando siempre a las mujeres («las doncellas mahometanas de Tunocain, en mi opinión las más bellas del orbe», o las damas de Balashan, sitio en que «aquella que parece más gruesa de cintura para abajo es la considerada más hermosa»), viajó Marco Polo con sus parientes por la inmensa Asia. Habían recorrido ya gran parte del camino iniciado en la primavera de 1271, y en ningún momento había dejado Marco Polo de anotar en su memoria las industrias, los frutos, los animales (la oveja salvaje que se llamaría Ovis poli en su honor) y todo aquello que excitaba su curiosidad, que era mucho.
En la corte de Kublai Khan
En junio de 1275 llegaron por fin a Xanadú, residencia veraniega del monarca, que huía durante unos meses del calor de Cambaluc (Pekín), su capital. Kublai recordó perfectamente a sus amigos, leyó la carta del papa sin dar muestras de decepción por la ausencia de los cien sabios y puso el aceite del Santo Sepulcro junto a sus demás tesoros. Cuentan que Kublai preguntó inmediatamente quién era aquel avispado joven que acompañaba a los viajeros, a lo que Nicolás respondió: «Es mi hijo y vuestro servidor, y conmigo lo he traído con grandes peligros y esfuerzos de tan lejanas tierras, considerándolo la más preciosa prenda que poseo, para ofrecéroslo como esclavo».
Y así fue. Marco Polo sirvió a Kublai durante diecisiete años, encargado sobre todo de observar, apuntar e informar. Impresionado el rey, tanto por la agudeza e inteligencia del veneciano como por la desenvoltura con que trataba los asuntos políticos, le envió en primer lugar a la ciudad de Caragian (en la provincia de Yunan, a seis meses de viaje de la capital), donde cumplió su cometido con tanta brillantez y elaboró un informe tan minucioso que maravilló a propios y extraños.
Embajador durante un año en Campicion, varias estancias en Quinsay para controlar al receptor de impuestos, gobernador durante tres años en Yangzhou, además de una embajada en la India, fueron algunas de las misiones que siguieron y entre las que intercaló algún vagabundeo por cuenta propia. Para entonces, Marco ya dominaba varias lenguas y dialectos orientales y podía, por lo tanto, recorrer sin intérprete los diversos países que se integraban en el vasto imperio mongol. Los vívidos y brillantes relatos de sus experiencias y la facilidad con que recordaba miles de detalles encantaban al Khan, aburrido de la monotonía de los informes de sus funcionarios.
Mientras servía a su señor, se empapaba de la vida en China y no dejaba de observar el más mínimo detalle. Marco Polo vio y describió la maravillosa civilización de la China medieval. Los adelantos de este país en relación a la Europa de la época pueden comprobarse por las cosas que el infatigable viajero recordaría luego como admirables y nuevas para él: calles amplias, rondas de policía por la noche, carruajes públicos, puentes de altura suficiente para permitir el paso de los barcos, desagües bajo las calles o caminos bordeados a ambos lados por árboles fragantes y exquisitamente cuidados. Comparó la severa reglamentación de la prostitución en los dominios del Khan con la promiscuidad de la Venecia de su tiempo, se asombró del uso del papel moneda y describió algunos de los alimentos que consumían, como los helados y las pastas: «El trigo no goza de tanto auge entre ellos, pero lo cosechan y consumen en forma de macaroni u otras clases de pastas». Se asombró también «ante una clase de grandes piedras negras que se extraen de las montañas..., que dan fuego y llamas como si fueran leños y sirven para cocinar mejor que la madera».
Entretanto, su padre y su tío se enriquecían con el comercio. Discretos, eficientes y fieles, los tres venecianos jamás habían decepcionado a su señor, que sentía por ellos un verdadero aprecio. Se habían hecho ricos, pero se sentían cansados y tenían nostalgia de las suaves brisas del Adriático, del brillo de la cúpula de San Marcos, de la llamada de los gondoleros y del dulce acento de la lengua italiana. Ya era tiempo de regresar a la patria para gozar de su fortuna y establecer a Marco.

El viaje de Marco Polo
La dificultad estribaba en encontrar un pretexto para separarse de Kublai sin ofenderlo y, sobre todo, sin poner en peligro el precio de sus fatigas. El Gran Khan envejecía y la envidia por los favores que de él habían recibido crecía a su alrededor. Conocían China lo suficiente como para saber que la muerte de su señor sería la suya. Pero era más fácil entrar en la corte de Kublai que salir de ella. Nicolás fue el encargado de pedir un primer permiso, «porque en mi tierra tengo esposa y por ley de cristianos no puedo desampararla mientras viva». El rey encontró quizás el pretexto demasiado fútil y le respondió que, aunque podían andar por cualquier parte de sus dominios, por «nada del mundo podían abandonarlos». Siguieron otras peticiones y la respuesta sería siempre negativa, alegando que le resultaban necesarios.
Mientras tanto, los astutos mercaderes vendieron cuanto poseían, invirtieron el producto en piedras preciosas y confeccionaron tres vestidos forrados de guata, a la que cosieron las joyas. Finalmente se presentó una ocasión favorable. El gobernador mongol de Persia, Argón, que era primo de Kublai, había enviudado. La última voluntad de su esposa consistía en que la nueva consorte fuera escogida por el emperador entre los descendientes de Gengis Khan. Recibió este encargo Kublai y designó a una hermosa princesa de diecisiete años, Cocachin, dando inmediatamente la orden de que fuera llevada hasta la lejana Persia.
Los Polo se ofrecieron para cumplir esta misión. Marco acababa de regresar de la India y había traído valiosos informes. Era fácil, decía, llegar al golfo Pérsico costeando el continente para evitar los numerosos peligros que jalonaban las rutas terrestres. De mala gana, el Khan aceptó. Puso a disposición de los venecianos trece bajeles, tripulación y una escolta, les entregó una gran fortuna en oro y les confió a la doncella. Por fin, a mediados del año 1292, los Polo abandonaron Pekín.
El regreso
Los Polo, guardianes la princesa Cocachin, futura reina de Persia, embarcaron en uno de los enormes barcos fletados para la expedición e iniciaron el largo viaje de China a Persia, primero, y a Venecia, después. Marco Polo continuó con la inveterada costumbre de describir puntualmente los países por los que pasaban. El primero que cita es Sumatra, dividido en varios reinos, en donde se detuvieron cinco meses a causa del mal tiempo. Allí aprendieron a hacer vino de palma y se enteró de las propiedades de los cocos como bebida y alimento.
De Sumatra pasaron a las islas Andaman y de allí a Ceilán, en la costa India. En Malabar visitó las pesquerías de perlas y no olvidó reseñar que «quien bebe vino no puede ser testigo, ni aquel que navega por la mar. Porque ellos dicen que un bebedor de vino y aquel que navega por la mar son gentes desesperadas y no los aceptan como testigos, ni toman en cuenta su testimonio». Crédulo, Marco Polo repite algún que otro cuento fantástico, como cuando asevera que «los niños indios al nacer son de tez clara, pero sus padres los bañan semanalmente con aceite de sésamo y se vuelven tan negros como diablos».

El puerto de Ormuz en una ilustración
del Libro de las maravillas
Dos años y medio duró el viaje hasta llegar a Ormuz, que ya conocían. Argón había muerto y la princesa Cocachin se convirtió en un estorbo con el que no sabían qué hacer. Finalmente la casaron con el hijo de Argón y quedaron libres de su encargo. Llegaron al puerto de Venecia un día de invierno de 1295.
Habían pasado veinticinco años desde que abandonaran Venecia; Nicolás y Mateo eran ya viejos, Marco Polo tenía cuarenta y dos años y había pasado la mayor parte de su vida en tierras lejanas; era un extraño de acento extranjero que «tenía un indescriptible aire tártaro, al igual que tártaro era su acento, habiendo olvidado casi la lengua veneciana».
Cuando llamaron a la puerta de su casa, en el canal de San Juan Crisóstomo, alguien que no conocían fue a abrir. Durante su larga ausencia, sus parientes les habían creído muertos y sus bienes habían sido vendidos. Nadie reconoció a aquellos tres extraños peregrinos ataviados con ropas andrajosas y sucias. Las palabras de su dialecto véneto se les enredaban en la lengua, de modo que les suponían extranjeros. Para probar su identidad, los Polo dieron un banquete al que invitaron a numerosas personalidades. Durante la velada cambiaron sus vestidos varias veces y, por último, se pusieron los harapos que les cubrían al regresar, descosieron los forros y mostraron sus riquezas ante la estupefacta concurrencia. Tal abundancia de zafiros, diamantes, rubíes y perlas fue para aquellos cresos mercaderes una prueba más tangible que todos los relatos del mundo. Los viajeros respondieron de buen grado a cuantas preguntas les fueron hechas. Su historia, sin embargo, pareció tan fantástica a todos, que en adelante, para designar a un charlatán, se solía decir en Venecia: "¡Éste es un Polo!"
Aunque tachados de fantasiosos, los Polo eran extraordinariamente ricos. Tanto que, cuando se suscitó la guerra entre Génova y Venecia, Marco armó una galera a su costa y la mandó como capitán. Pero el Marco Polo guerrero no tuvo tanta fortuna como el explorador y comerciante. En 1298, en la batalla de Curzola, cayó prisionero y fue llevado a Génova, donde fue obligado a desfilar descalzo por las empedradas calles antes de ser encerrado en un calabozo del palacio del Capitano del Popolo.
El Libro de las maravillas
A esta desgracia, sin embargo, le debe Marco Polo parte de su celebridad. Porque fue durante su cautiverio cuando dictó el maravilloso libro de sus viajes. En efecto, un hombre de letras prisionero como él, Rustichello de Pisa, se sintió fascinado por sus narraciones y les dio forma durante las largas horas que ambos pasaron juntos en la cárcel genovesa. Rustichello, autor de varios romances franceses sobre el rey Arturo, aceptó con presteza la posibilidad de colaborar en la descripción del mundo. Marco Polo pidió a su padre que le enviase las notas que había tomado en el transcurso de sus viajes y dictó a su compañero todo lo que había vivido hasta aquel momento.
Así surgieron, en francés, en un francés quizá no muy correcto gramaticalmente y en el que abundan los términos italianos, una obra a la que se conoce con múltiples títulos: La descripción del mundoEl libro de Marco PoloEl libro de las maravillasLos viajes de Marco Polo, apodado el Milione... El libro acababa en «el año de gracia de 1298», pero la vida de su héroe continuó.
Al año siguiente, Marco fue puesto en libertad y regresó a Venecia con el manuscrito, lo hizo copiar por unos amigos y lo mandó editar. La narración obtendría un éxito extraordinario, a pesar de que fue considerado como pura fantasía. Marco Polo tenía ya cuarenta y cinco años y se sumergió en los negocios. Poco a poco fue heredando de todos sus parientes, y cada vez fue más codicioso y amigo de pleitos. Contrajo matrimonio y aunque la fecha de su enlace con Donata, hija de Vitale Badoer, no consta en registro alguno (el primer informe documentado que sobre ella se conoce es un escrito legal del 17 de marzo de 1312, mediante el cual su tío liquidaba la dote en favor de Marco), nacieron tres hijas: Fantina, Bellela y Moreta.
Los años venideros se sucedieron monótonos y uniformes para aquel que había conocido las trifulcas de una corte fastuosa. Dedicado en cuerpo y alma al comercio, vendía lámparas de vidrio, traía a Venecia telas florentinas o importaba hojas de añil a gran escala. Cuentan que siempre citaba cifras astronómicas y se supone que de ahí le vino el sobrenombre de Milione: «A causa de repetir continuamente la historia que contaba con frecuencia sobre el esplendor del Gran Khan, de sus riquezas, que eran de diez a quince millones en oro, y del modo de hablar siempre de las otras muchas riquezas de aquellos países en términos de millones, le dieron el sobrenombre de messer Polo Milione». Se han dado, sin embargo, otras explicaciones sobre el apodo.
Vivió sus últimos años en paz y en el comercio hasta su muerte, en el atardecer del 8 de enero de 1324, muerte que, como él, pasó inadvertida para sus compatriotas. Tenía setenta años. Le enterraron, según sus deseos, al lado de su padre, en el pórtico de la iglesia de San Lorenzo, tumbas que, como casi todo aquello que forma parte de la vida o de la muerte de Marco Polo, han desaparecido.
Bien poco se sabe de su carácter o de su aspecto, y el «retrato de Marco Polo» que aparece en algún libro se debe sólo a la ilusión de su autor. Se supone que era fuerte y robusto, ya que soportó largos y fatigosos viajes, y, por el relato de su vida, nadie pone en duda que era un observador incuestionable, siempre atento. Lo describen también como inteligente, perseverante, paciente y enérgico. Impulsivo y algo terco en su juventud, lo templó el viaje en compañía de sus parientes mucho mayores que él, y pasó a ser, al final de su vida, amante del dinero y de los pleitos, puesto que no reparaba en lazos de familia cuando se le debía algo, por poco que fuera, lo cual pone de manifiesto que era implacable y rígido en sus relaciones comerciales. Fue un típico europeo de su tiempo, a quien ningún prodigio le parecía imposible, pero era, eso sí, tolerante con aquellos cuyas creencias eran distintas a las suyas.
Los extensos relatos sobre fiestas, vinos y comidas parecen indicar, además, que gozó de los placeres de la vida. Algunas notas dispersas de Libro de las maravillashacen suponer que «era bien formado y simpático de figura y rostro, sin llegar a ser buen mozo», y a través de alguna frase puede deducirse que «mujeres de distintas razas lo hallaron atractivo», pero es muy difícil separar la realidad de la fábula en la vida de un veneciano que tuvo fama de cuentista.
Sus contemporáneos no lo tomaron en absoluto en serio, e incluso sus amigos, preocupados por la mala reputación que le reportaba «contar historias tan exageradas», le aconsejaron que «corrigiera la obra y retirara lo que hubo de escribir fuera de la verdad». Dicen que Marco Polo replicó: «No he escrito ni la mitad de las cosas que me fue dado ver». Medio siglo después, otros viajeros confirmaron, punto por punto, lo relatado por Marco. Se requirió mucho más tiempo para que el halo de fábulas que rodeaba su libro se disipara. Y ciento cincuenta años después, su información de que un gran océano bañaba Asia por oriente sugirió a un marino la idea de que, navegando hacia occidente a través del Atlántico, era posible llegar hasta China. Se trataba de Cristóbal Colón, y hoy sabemos que, en los viajes que condujeron al descubrimiento de América, levaba consigo un volumen de la fabulosa historia de Marco Polo.

Jesús de Nazaret

Si se prescinde de los Evangelios, la figura de Jesucristo, en torno a cuyo mensaje surgió la religión cristiana, permanece envuelta en el misterio. Son pocos los documentos que puedan utilizarse como fuentes para un estudio histórico sobre la vida de Jesucristo. Pese a ser el personaje representado en más obras artísticas, tanto pictóricas como escultóricas, se desconocen sus rasgos y fisonomía, y, más aún, es imposible escribir su biografía en el sentido moderno del término. Al igual que Sócrates, no dejó nada escrito. Los Evangelios de Marcos, Lucas, Mateo y Juan carecen de intencionalidad histórica: el objeto de esas narraciones, efectuadas con un peculiar estilo literario, era dejar constancia escrita de la vida y del mensaje del Maestro.
Pero no por ello dejan de ser «históricos» los hechos que relatan. Lucas, el médico sirio que dominaba a la perfección el griego, su lengua materna, lo deja bien claro en el prólogo que precede a su evangelio: «Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares, [...] después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, te lo escribo por su orden, excelentísimo Teófilo...». Teófilo, por el tratamiento que le da Lucas, sería un personaje importante e influyente del entorno.

Jesucristo en un mosaico del siglo VI
(Basílica de San Apolinar Nuovo, Rávena)
La llamada crítica radical que los protestantes liberales aplicaron a los Evangelios llegó incluso a la negación de la existencia histórica del Nazareno. Ni Justo de Tiberíades en su Historia de los judíos ni Filón de Alejandría hablan de Jesús. Pero su existencia histórica está testimoniada con suficiente claridad por autores como Tácito en sus Anales; por Suetonio en Vita Claudii; por Plinio el Joven, procónsul de Bitinia, en su carta al emperador Trajano, escrita alrededor del año 70; y por el historiador Flavio Josefo.
En su carta, Plinio el Joven habla de "un grupo que canta himnos en honor a Cristo como a un Dios". Tácito, en los Anales (escritos a principios del siglo II), se refiere a Cristo como "un condenado al suplicio bajo el Imperio de Tiberio por el procurador Poncio Pilato". Las Antigüedades judaicas del historiador Flavio Josefo (escritas hacia el año 93) aluden primero a "Jesús, el llamado Cristo" en relación a la ejecución de Santiago en Jerusalén, y citan más adelante, según la traducción del obispo sirio Agapio, a "un sabio llamado Jesús, reputado por su manera de actuar y su virtud", diciendo lo siguiente: "Muchos judíos y muchos de entre las otras naciones vinieron a él. Pilato lo condenó a morir en la cruz. Pero los que le habían seguido no dejaron de ser fieles a su pensamiento. Ellos contaron que tres días después de haber sido crucificado, se les había aparecido, y que estaba vivo. Quizás era, pues, el Cristo del que los profetas anunciaron muchas cosas admirables".
Judíos y romanos
No pueden entenderse la doctrina y la vida de Jesús sin situarlas en su contexto histórico. Palestina era un territorio administrado por los romanos, cuyo imperio había iniciado su período de máximo esplendor político y territorial. Con la ascensión de Augusto, que murió el año 14 después de Cristo y al que sucedió su hijo Tiberio, coetáneo del Nazareno, el Mediterráneo se había convertido en un lago romano y la autoridad imperial prevalecía en todas sus costas. En tiempos de Jesús la metafísica de Platón y Aristóteles había perdido su atractivo. Los sistemas filosóficos más extendidos eran el epicureísmo y el estoicismo. La doctrina de Jesús contiene algún elemento de ambos sistemas. Por ejemplo, los estoicos proclamaron la igualdad y la hermandad de todos los hombres. Por otra parte tenían vigencia aún los misterios, como el de Eulesis y el de Dionisio. Incluso el misterio egipcio de Osiris gozaba de un buen predicamento en Roma.
El mundo judío bajo dominio romano empezó con Herodes el Grande, del 37 al 4 a.C. El emperador Octavio Augusto le confirmó en su puesto de rey de los judíos porque Herodes le había ayudado en su marcha final desde el territorio tolomeo hasta Egipto. En su testamento, Herodes dividió su reino entre sus hijos Arquelao, Filipo y Herodes Antipas, este último tetrarca de Galilea y Perea en tiempos de Jesús. Heredero de una vasta tradición religiosa, el mundo judío estaba dominado básicamente por dos grupos o sectas: los fariseos y los saduceos. Los primeros provenían íntegramente de la clase media; los saduceos, de la rica aristocracia sacerdotal, que en tiempos de Jesús tenía en la familia de Annás la saga más poderosa. Los fariseos sostenían su autoridad a base de piedad y cultura; los saduceos, mediante la sangre y la posición. Los fariseos eran más bien progresistas; los saduceos, más conservadores, aceptaban fácilmente el dominio romano porque les permitía conservar su posición privilegiada. Los fariseos se preocupaban por elevar el nivel religioso de las masas; los saduceos, de adoctrinar y atraer a aquellos que tenían relación con la administración del Templo y los ritos.
Al margen de ambas tendencias se situaban los zelotes. Cuando hacia el año 6 a.C. el legado Quirino ordenó un censo general de Palestina, el fariseo Sadduq y el galileo Judas Gamala encabezaron la revuelta de los judíos descontentos. A su alrededor reunieron un grupo que llevó a cabo diversas campañas contra los romanos. Éste fue el origen de los zelotes, patriotas ardientes que, separados ya totalmente de los fariseos, utilizaron toda clase de medios, sin excluir el atentado mortal, para librarse del opresor extranjero y castigar a los judíos colaboracionistas. Usaban para sus asesinatos una daga corta llamada sicca, por lo que fueron conocidos entre los romanos con el nombre de sicarii ('sicarios').
La vida oculta
Todo ello sucedía en el siglo I de nuestra era. Sin embargo, incluso para la exégesis católica más racional, ningún dato relativo a la vida de Jesucristo puede fijarse con absoluta certeza. Jesús, hijo de José y de María de Nazaret, fue concebido en este pueblo de Galilea a tenor del misterioso anuncio que el ángel Gabriel le hizo al artesano de que su prometida (aún no se había celebrado la boda) estaba encinta, pero que el fruto de su vientre no era obra de un ser humano sino del Espíritu Santo. María era prima de Isabel, esposa del sacerdote Zacarías, quienes en la vejez engendrarían a Juan Bautista.
En aquellos días se promulgó un decreto de César Augusto por el que todos los habitantes del imperio debían empadronarse, cada cual en la ciudad de su estirpe. José y su joven esposa hubieron de dirigirse a Belén, en Judea, a unos 120 kilómetros de Nazaret. Probablemente hicieron el viaje en caravana con otros que seguían el mismo camino. La pareja, de escasos recursos económicos, pernoctó en las afueras de Belén, refugiándose en una de las cuevas utilizadas por los pastores. Estando allí, a ella se le cumplieron los días del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, al que recostó en un pesebre porque no tenían sitio en la posada.

Adoración de los pastores (c. 1655), de Murillo
El humilde nacimiento de Jesús tuvo lugar en tiempos del rey Herodes el Grande. Por lo tanto, no pudo ocurrir más allá del 4 a.C., fecha de la muerte del tetrarca. Siguiendo a Lucas (2, 1), Jesús nació en tiempos del censo ordenado por Augusto y efectuado por Quirino, gobernador de Siria. Tertuliano atribuyó ese censo a Sencillo Saturnino, legado de Siria del 8 al 2 a.C.; éste muy bien pudo haber completado un censo comenzado por Quirino. Por ello, se suele aceptar que el nacimiento de Jesús tuvo lugar entre los años 7 y 6 a.C.
El evangelio de Lucas narra los hechos a la vez simples y extraordinarios que acompañaron el nacimiento de Jesús: el anuncio de los ángeles a unos pastores, que acudieron a Belén y fueron los primeros en "alabar y glorificar a Dios por todas las cosas que habían visto y oído" (Lc. 2, 20). Mateo, en cambio, narra la visita de tres misteriosos reyes de Oriente que, guiados por una estrella, acuden a adorarlo y le ofrendan oro, mirra e incienso. Previamente, estos reyes "magos" habían pasado por Jerusalén preguntando "¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?" Tal pregunta llenó de temor al rey, quien ordenó pocos días después una terrible matanza de niños varones, que la tradición cristiana recuerda cada 28 de diciembre como el Día de los Santos Inocentes. Advertidos del peligro que los acechaba, José y María huyeron de Belén con su hijo y se refugiaron en Egipto, donde permanecieron hasta la muerte del rey Herodes.

La matanza de los inocentes (c. 1611), de Rubens
De nuevo en Nazaret, Jesús aprendió las Escrituras y la tradición oral judía hasta el punto de sorprender con sus conocimientos a los doctores de la Ley que lo escucharon en el templo cuando sólo tenía doce años. Mientras el "niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría" (Lc. 2, 40), llevó una vida normal, trabajando con su padre. Hasta los treinta años nada más vuelve a saberse de su vida; sólo lo que fantásticamente narran los evangelios apócrifos, es decir, aquellos escritos de origen desconocido o erróneamente atribuido, en su mayor parte de origen gnóstico, que tratan de la vida de Jesús en los últimos años de su juventud. Particularmente llama la atención el cúmulo de elementos milagrosos, frecuentemente abstrusos y desagradables, en los que historia y fábula se confunden.
La predicación
Para datar el inicio del ministerio público, Lucas pone especial énfasis en presentar los datos exactos acerca de la predicación de Juan Bautista, a quien Jesús acudiría para hacerse bautizar. Sin embargo, sólo un dato es en verdad útil: «el año decimoquinto de Tiberio César», el reinado del cual empezó el 19 de agosto del 14 d. C. El año decimoquinto debía ser, según el sistema romano, del 19 de agosto del 28 d. C. al 18 de agosto del 29 d. C. Por otra parte, tampoco hay unanimidad acerca de la duración de su vida pública. Mientras los tres sinópticos hablan de una sola Pascua, Juan Evangelista especifica claramente tres.
Juan Bautista comenzó predicar la pronta llegada del Mesías y a bautizar a quienes lo escuchaban en las aguas del Jordán. Cuando Jesús fue bautizado por Juan (que era primo suyo), hubo según los evangelistas un signo celestial que lo señaló como hijo de Dios. Antes de iniciar su propio ministerio, Jesús se retiró al desierto un período "de cuarenta días", durante los cuales, según la narración evangélica, ayunó y puso a prueba su fortaleza espiritual ante las tentaciones del demonio.

El bautismo de Cristo (c. 1623), de Guido Reni
A su regreso del desierto, Jesús inició la divulgación de su doctrina en solitario, dándose a conocer en la sinagoga, a la que acudía todos los sábados. Un día lo hizo en su pueblo. Escogió una lectura del profeta Isaías que prefigura al Mesías, el ungido de Dios que anunciaría a los pobres la Buena Nueva y que daría la libertad a los oprimidos. Les dijo que era él de quien el profeta hablaba. Fue denostado por tamaña soberbia (todos sabían que era el hijo de José) e intentaron despeñarle. Sería el destino de todo su ministerio: la incomprensión de los suyos, que culminaría con la traición de uno de sus discípulos predilectos. Pero pronto sus predicaciones convocaron a su alrededor multitudes a las que enseñaba mediante parábolas, obrando a la vez milagros que llenaban de asombro y alimentaban la fe en su doctrina.
Se granjeó así las antipatías de escribas y fariseos, a los que aquel advenedizo robaba protagonismo y popularidad entre las gentes. Los fariseos se quejaban de que Jesús celebraba fiestas y banquetes. Peor aún, lo hacía con publicanos, pecadores, gentuza proscrita: por eso los fariseos lo tachaban de borracho y juerguista. Entretanto, Jesús eligió a doce de entre sus discípulos: Simón (a quien llamó Pedro) y su hermano Andrés, Santiago y Juan, Felipe y Bartolomé, Mateo y Tomás, Santiago de Alfeo y Simón (llamado Zelotes), Judas de Santiago y Judas Iscariote. Eran hombres sencillos, la mayoría pescadores que se ganaban el sustento con fatiga. Hombres integrantes de la masa que soportaba los impuestos de los romanos y que se rebelaba ante la vida privilegiada de escribas, saduceos y fariseos. Jesús les propuso un orden religioso e incluso social nuevo, sin hipocresías, solidario con los pobres, vital.
El llamado "sermón de la montaña" acaso sea el más significativo de todos cuantos pronunció, tanto por su contenido doctrinal como porque viene precedido, según Lucas, por la elección de los doce discípulos y la realización de numerosos milagros en tierras de Galilea. En este discurso evangélico, llamado en la tradición bíblica "Las bienaventuranzas", Jesús saluda a la muchedumbre con un "bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de los Cielos; bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados; bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis" (Lc. 6, 20-21), y enseguida expone las condiciones que han de cumplir quienes elijan seguirlo: "Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre..." Es precisamente la idea de la paternidad divina el tema central de su mensaje, pues es de esa realidad de donde emana el amor y la generosidad del Creador hacia toda criatura humana.
El sermón de la montaña pone de manifiesto su profundo conocimiento de la conducta humana, y reinterpreta además la Ley mosaica dilucidando sus principios fundamentales y adaptando sus preceptos a las necesidades humanas. Es en este sentido que dice, por ejemplo, "el sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado" (Mc. 2, 27), cuando los fariseos le reprochan que sus discípulos hayan arrancado unas espigas o que él mismo haya obrado milagros y curado enfermos en ese día sagrado para los judíos. El amor a los enemigos ("amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien"), la misericordia ("sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados"), la beneficencia ("Dad y se os dará [...], porque con la medida con que midáis se os medirá") o el celo bien ordenado ("no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno") son aspectos diferentes de una misma idea fundamental formulada en la frase "amar a Dios y al prójimo".

Cena en Emaús (1606), de Caravaggio
Una visión estrictamente laica sitúa a Jesús en un exclusivo marco humano, pero no por ello su figura es menos digna de estudio y consideración. Él, que se autodefinía Maestro, no seguía las pautas de la clase poderosa judía: transgredía la norma sabática, iba acompañado de mujeres (María y Marta; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana, y otras muchas) y se hospedaba en sus casas. Sus amigos eran gente llana y sencilla a los que acompañaba en sus fiestas y bodas. Las enseñanzas de Jesús, que por primera vez hablaban de conceptos nuevos como el amor al prójimo y a los enemigos, la piedad hacia los pecadores y el respeto a las personas por encima de su condición, no tardaron en entrar en colisión con el clero judío.
La casta sacerdotal judía veía con temor los efectos de las prédicas de Jesús en el pueblo y dispuso que escribas y fariseos asistieran a ellas para cuestionar con preguntas capciosas su autoridad. Jesús sorteó con habilidad todas las trampas que se le tendieron y el Sanedrín demandó sin éxito el apoyo de la autoridad romana para reprimir al "agitador". Pero el desasosiego no cundía solamente entre los sacerdotes, sino también en el mismo Herodes, porque aquel nazareno consentía que se le llamase rey de los judíos, título que a Herodes le había costado la adulación al opresor extranjero. Llegó un momento en que Jesús habló sin tapujos: «El que no está conmigo, está contra mí. No hagáis como los escribas y fariseos hipócritas, víboras, sepulcros blanqueados por fuera y llenos de carroña por dentro... No amaséis fortunas, vended los bienes y dad limosnas...» Y los acontecimientos acabaron precipitándose.
Jesús envió a predicar de dos en dos a setenta y dos discípulos suyos por los pueblos de Judea, en donde iniciaron un intenso movimiento religioso como si se tratara de conquistar la Ciudad Santa. Hacia ella se dirigió Jesús desde Galilea consciente de que había llegado su hora. Herodes, a quien Jesús había llamado zorro, estaba al acecho; los sacerdotes, ojo avizor para tenderle una trampa. Pero Jesús no se amedrentó. Al contrario, entró en Jerusalén en actitud provocadora, haciéndose entronizar como rey por una multitud que llenaba la ciudad en ocasión de la Pascua. Y en el mismo centro neurálgico del mundo judío, el Templo, hizo valer su autoridad: expulsó a los vendedores a latigazos porque le repugnaba que un lugar de oración se hubiera convertido en un lucrativo mercado.
Pasión y muerte de Jesús
Llegado el día de los Ázimos, en el que se sacrifica el cordero de Pascua, Jesús prepara la que será su última cena con sus discípulos y en ella les anuncia su fin: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que yo no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios" (Lc. 22,16). En el relato evangélico de la cena pascual, Jesús lava los pies a sus discípulos y comparte con ellos el pan y el vino como expresión de la Nueva Alianza de Dios con los hombres. Luego, les advierte de lo que ha de ocurrir en los próximos días. Ante el estupor y desasosiego de los discípulos, les anuncia que uno de ellos llegará a traicionarlo: "La mano del que me entrega está aquí conmigo sobre la mesa" (Lc. 22, 21) y que su amado Pedro lo negaría tres veces, aunque finalmente se arrepentiría de su acción: "Yo te aseguro [Pedro]: hoy, esta misma noche, antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres" (Mc. 14, 30).

La última cena, de Juan de Juanes
Tras estas dramáticas revelaciones, una vez acabada la comida pascual, Jesús y sus discípulos abandonaron el cenáculo y caminaron hasta el huerto de Getsemaní. Enseguida, Jesús se apartó en compañía de Pedro, Santiago y Juan, a quienes les dijo: "Mi alma está triste hasta al punto de morir, quedaos aquí y velad" (Mc. 14, 33). Y diciéndoles esto se adelantó y, arrodillado, comenzó a orar: "Padre, si quieres, aparta de mi esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc. 22, 42). Poco después, la guardia del Templo se hizo presente en el lugar y prendió a Jesús; los sacerdotes del Sanedrín habían preferido hacerlo detener lejos de la muchedumbre que lo seguía con fervor. Con el propósito de sorprender a Jesús indefenso, el Sanedrín había comprado la voluntad de Judas Iscariote pagándole treinta monedas de plata, cantidad al parecer equivalente a ciento veinte denarios, que era el precio que se pagaba entonces por un esclavo o el rescate de una mujer, de acuerdo con lo prescrito por la Ley mosaica.
Perseguido por el Sanedrín, traicionado por su discípulo Judas Iscariote y negado por Pedro, Jesús afrontó solo y con determinación la condena del Sanedrín, el rechazo de Herodes Antipas, quien lo remitió de nuevo a Poncio Pilato, y la sentencia que éste pronunció después de "lavarse las manos" y de soltar en su lugar a Barrabás, al parecer un cabecilla de un movimiento sedicioso acusado de asesinato. En vano el procurador romano había intentado evitar la crucifixión de Jesús, a quien consideraba en realidad inocente de los cargos que le imputaban. Presionado por los sacerdotes del Sanedrín, que habían excitado a la muchedumbre para que pidiese la muerte del peligroso "agitador", acabó condenándolo a morir crucificado.

Cristo llevando la cruz (1580), de El Greco
Los delitos que le imputó el Sanedrín fueron anunciar la destrucción del Templo ("Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra"; Lc. 21, 6) y reconocerse como el Hijo de Dios. Y, frente a las leyes romanas, creerse rey de los judíos, lo que contribuía a aumentar la inestabilidad política, según el criterio de los influyentes sacerdotes del Sanedrín. Una vez condenado, Jesús fue vejado, torturado y obligado a cargar su propia cruz hasta el monte Calvario, donde fue crucificado.
Los cuatro evangelistas están de acuerdo en que Jesús murió en viernes. El día de la muerte de Jesús no fue un día de descanso sabático porque los guardas llevaban armas y las tiendas estaban abiertas (José de Arimatea pudo comprar una sábana y las mujeres aromas para embalsamar el cuerpo). Lo más probable es que Jesús anticipara un día la cena pascual. Reunidos todos los datos (el procurador Pilato gobernó entre el 26 y el 36 d.C.), se puede asegurar que Jesús murió el viernes 14 de Nisán (primer mes del calendario hebreo bíblico) del año 30 d.C., lo que equivale al 7 de abril del 30 d.C. Y al tercer día, según las Sagradas Escrituras, resucitó y, apareciéndose a sus discípulos, los alentó a predicar la palabra de Dios.

Pierre y Marie Curie.

Los estudiantes de la Universidad parisiense de la Sorbona, al cruzarse en los pasillos con aquella joven polaca que se había matriculado en otoño de 1891 en la Facultad de Física, se preguntaban: "¿Quién es esa muchacha de aspecto tímido y expresión obstinada que viste tan pobremente?". Todos la miraban extrañados, con una mezcla de conmiseración y desdén. Algunos sabían que se llamaba Manya Sklodowska y la denominaban "la extranjera de apellido imposible"; otros preferían llamarla simplemente "la estudiante silenciosa". Manya se sentaba siempre en primera fila, no tenía amigos y sólo se interesaba por los libros. También llamaba la atención su hermosa cabellera de color rubio ceniza, que solía llevar recogida y semioculta. Nadie sospechaba que esa joven esquiva y austera iba a convertirse un día, bajo el nombre de madame Curie, en una mujer ilustre y una gloria nacional de Francia.
Manya Sklodowska, que luego sería conocida como Marie Curie, nació en Varsovia el 7 de noviembre de 1867. Era la menor de los cinco hijos (cuatro mujeres y un varón) de un matrimonio dedicado a la docencia: su padre era profesor de secundaria de física y matemáticas y su madre directora de un colegio de señoritas. Su infancia estuvo marcada por la coincidencia con un implacable período de rusificación de Polonia, a causa del cual su padre hubo de abandonar el puesto de subinspector que ocupaba en un instituto; las necesidades económicas le obligaron a tomar como huéspedes a muchachos en edad escolar, a los que daba también clases particulares.

Marie Curie (c. 1898)
La hermana mayor de Manya falleció en 1876, víctima de una epidemia de tifus, y dos años después murió su madre a causa de una tuberculosis. En 1883, una vez finalizados sus estudios secundarios, Manya sufrió una depresión nerviosa de la que hubo de recuperarse pasando cerca de un año en el campo, en casa de unos parientes. A su regreso a Varsovia en 1884, dio clases particulares en su domicilio junto con sus hermanas y asistió a las clases de la «universidad volante» creada allí, al margen del sistema educativo ruso, por el impulso de un círculo de positivistas inspirados en las enseñanzas de Comte.
Las estrecheces familiares obligaron a Manya a empezar a trabajar como institutriz; tras un primer empleo que resultó un fracaso, el 1 de enero de 1886 entró al servicio de los Zorawski, una familia acaudalada que residía en Szczuki, al norte de Varsovia, donde Manya hubo de ocuparse de la educación de dos de las hijas. Allí tuvo ocasión de llevar a la práctica los ideales sociales nacidos el año anterior en Varsovia organizando una escuela para hijos de obreros y campesinos a la que dedicó sus horas libres, con la complacencia de los Zorawski; el resto de su tiempo lo ocupaba en el estudio de la física y las matemáticas.
Manya vivió entonces su primera relación sentimental con el mayor de los hijos Zorawski, relación que se frustró posiblemente por las diferencias sociales entre ambos; su condición nerviosa y proclive a la ansiedad soportó mal el episodio, que vino a sumarse al enorme esfuerzo desarrollado en su triple ocupación de institutriz, maestra y estudiante, haciendo todo ello que, a los veinte años, se convirtiera en una persona amargada. Cuando por fin terminó su contrato en Szczuki, en el verano de 1889, regresó a Varsovia, donde trabajó de nuevo como institutriz durante un año y reanudó sus contactos con la universidad clandestina. Un primo suyo, que había sido ayudante de Mendeléiev, le proporcionó la oportunidad de completar sus conocimientos de química en un pequeño laboratorio y la puso en contacto con otros investigadores que habían conocido a los grandes científicos europeos de la época.
El matrimonio Curie
En marzo de 1890 su hermana Bronia, por entonces estudiante de medicina en París, la instó a reunirse con ella; el trabajo de Manya había contribuido a financiar la carrera de Bronia y entre las dos existía un pacto de reciprocidad. Pero Manya rehusó, cayendo en uno de sus períodos de melancolía. Año y medio más tarde Bronia reiteró la oferta; como los problemas económicos de la familia se habían atenuado lo suficiente como para permitirle disponer de unos ahorros, Manya decidió finalmente aceptar. En otoño de 1891 se instaló en París, dedicándose en un principio a poner al día sus conocimientos; en 1893 consiguió la licenciatura en ciencias físicas y en 1894, ayudada por una beca, se licenció en matemáticas. Los dos primeros años en París fueron de aislamiento en el trabajo y estuvieron marcados por duras privaciones, pero tuvieron la virtud de acabar con sus problemas nerviosos.

Pierre Curie
En abril de 1894 Marie, como ya se hacía llamar, conoció a Pierre Curie. Nacido en París el 15 de mayo de 1859, Pierre Curie era el segundo hijo de un médico humanista y librepensador que había permitido que sus hijos se educaran al margen de la escolaridad tradicional. Junto con su hermano Jacques, tres años mayor que él y a quien le unió una intensa relación emocional durante la infancia y la juventud, Pierre había estudiado física en la Sorbona. Los hermanos Curie habían investigado la posibilidad de transformar la energía mecánica en energía eléctrica en los cristales, publicando en 1880 su primera comunicación sobre el fenómeno que después se conocería como piezoelectricidad; posteriormente ambos demostraron también la posibilidad del efecto contrario (deformación de un cristal por aplicación de una carga eléctrica) y diseñaron un electrómetro de cuarzo piezoeléctrico para medir las corrientes eléctricas de intensidad débil.
En 1882 Pierre fue nombrado jefe de laboratorio de la Escuela Municipal de Física y Química, institución en la que seguía trabajando cuando conoció a Marie y donde se había dedicado al estudio teórico de la simetría. En 1891 emprendió la redacción de una tesis doctoral sobre las propiedades magnéticas de diversas sustancias en función de la temperatura, tesis que presentó en marzo de 1895. Marie asistió a la lectura de la tesis y quedó impresionada; su relación con Pierre Curie duraba desde hacía ya doce meses, durante los cuales él se había mostrado más dispuesto que ella al matrimonio. Finalmente se casaron el 26 de julio de ese año; en 1897 nació su hija Irene, a la que seguiría siete años más tarde otra niña, Eva.

Foto de boda de Pierre y Marie Curie
Tras el nacimiento de su primera hija, Marie Curie se propuso realizar una tesis doctoral, hecho insólito por aquel entonces tratándose de una mujer. El descubrimiento por Röntgen de los rayos X en 1895 y la observación realizada en 1896 por Henri Becquerel de que las sales de uranio, aun protegidas de la luz, emitían rayos que, como los rayos X, penetraban la materia, la decidieron a investigar en su tesis la procedencia de aquella energía que el compuesto de uranio empleaba en oscurecer las emulsiones fotográficas a través incluso de protecciones metálicas. El tema poseía la ventaja de ser un terreno todavía virgen en la investigación científica.
La radiactividad
El director de Pierre Curie aceptó que Marie habilitase como laboratorio una dependencia de la Escuela Municipal de Física y Química que servía de depósito y sala de máquinas. Allí inició Marie Curie sus investigaciones, utilizando el electrómetro inventado por Pierre y su hermano para medir la intensidad de la corriente provocada por los diversos compuestos del uranio y del torio, comprobando inmediatamente que la actividad de las sales de uranio dependía solamente de la cantidad de uranio presente, con independencia de cualquier otra circunstancia. Desde el punto de vista científico, éste fue su descubrimiento más importante, pues demostraba que la radiación no podía proceder más que del átomo propiamente dicho, con independencia de cualquier sustancia añadida o de una reacción química. Pero Marie Curie no se entretuvo en meditar sobre este resultado; extendió sus investigaciones a la pecblenda y a la calcolita encontrándose con que eran más activas que el uranio. De ello dedujo la existencia en esos minerales de otra sustancia nueva, responsable de esa mayor actividad.
Con la ayuda de su marido, Marie Curie procedió a tratar químicamente la pecblenda hasta obtener un producto que resultó trescientas treinta veces más activo que el uranio: en julio de 1898 el matrimonio comunicó sus resultados a la Academia de las Ciencias proponiendo el nombre de «polonio» para el nuevo elemento, cuya existencia confiaban en que fuera confirmada, y utilizando por vez primera el término «radiactivo» para describir el comportamiento de sustancias como el uranio. Pero las investigaciones subsiguientes les hicieron pensar en la existencia todavía de otro elemento nuevo en la pecblenda; tras conseguir que el gobierno austriaco les facilitase la compra de varias toneladas de residuos del mineral procedentes de las minas de Saint Joachimsthal, dedicadas a la explotación del uranio, la existencia del elemento que llamaron «radio», anunciada en diciembre del mismo año, se vio confirmada; su peso atómico quedó establecido por Marie Curie en marzo de 1902 como igual a 225,93.

Marie y Piere Curie en su laboratorio
Mientras tanto, en 1900 las preocupaciones financieras del matrimonio se vieron relativamente aliviadas por el nombramiento de Pierre para una cátedra de física en la Sorbona, por iniciativa del matemático Henri Pincharé; Marie, por su parte, ocupó una plaza de profesora de física en la École Normale Supérieure de Sèvres; sin embargo, su actividad docente les robaba tiempo para sus investigaciones experimentales. Tampoco disponían de facilidades materiales para las mismas; realizadas en precarias condiciones, suponían un esfuerzo físico agotador. Éste se vio agravado por las dolencias derivadas de la exposición a la radiactividad, cuyas consecuencias ignoraban. La radiactividad les produjo lesiones visibles en las manos, y sería en último término la causante de la leucemia a consecuencia de la cual murió Marie Curie.
Irónicamente, las propiedades curativas que, en un principio, se atribuyeron a la radiactividad, contribuyeron a su fama. El reconocimiento científico llegó en 1903 con la concesión de la medalla Davy de la Royal Society y del Premio Nobel de Física, que compartieron con Becquerel. Los Curie no acudieron personalmente a recogerlo a Estocolmo debido a que su salud, en el caso de Marie, se había visto afectada además por la pérdida de un hijo nacido prematuramente.
La fama
Los efectos de la recepción del Nobel resultaron abrumadores para los Curie, que se vieron convertidos en foco de la atención pública por las expectativas despertadas por los fenómenos radiactivos. Con todo le valieron a Pierre la creación en 1904 de una cátedra específica para él, dotada de un laboratorio del que Marie se haría cargo. Ese mismo año, un industrial francés creó una fábrica destinada a la obtención del radio recurriendo a los consejos del matrimonio. Aunque nunca dispusieron de los recursos necesarios para dotarse de un laboratorio adecuado a sus necesidades, los Curie siempre se negaron a patentar la producción comercial de la sustancia.
En 1906 Pierre Curie murió trágicamente en París atropellado por un carruaje; el suceso transformó a Marie en una persona distante hasta de sus amigos (pero no de sus hijas), aunque prosiguió su trabajo y sucedió a su marido en la cátedra que sólo había podido ocupar durante año y medio, convirtiéndose de esta manera en la primera mujer de Francia que accedía a la enseñanza superior. En 1910 publicó el Tratado sobre la radiactividad y en 1911 preparó un patrón internacional del radio que depositó en la Oficina Internacional de Pesos y Medidas de París.
Ese año recibió por segunda vez el Premio Nobel, en esta ocasión de química, por el descubrimiento del radio y del polonio; era la primera vez que un científico merecía por dos veces el galardón. Parece que en la decisión de la Academia Sueca pudo influir que hubiera fracasado la candidatura de Marie Curie para la Academia de las Ciencias francesa, así como el hecho de haber sido víctima de un escándalo periodístico a propósito de su relación sentimental con Paul Langevin, físico francés que había sido discípulo de Pierre Curie.

Irene y Marie Curie en el Instituto del Radio (1921)
En la mayoría de países europeos se empezaron a crear institutos del radio, ante su plausible utilidad en la curación del cáncer. La propia Marie Curie aceptó la dirección honoraria del que se inauguró en Varsovia en 1913; en julio del siguiente año se terminó en París la construcción de un laboratorio consagrado al estudio de la radiactividad, el Instituto del Radio, por un acuerdo entre el Instituto Pasteur y la Sorbona, con una sección dedicada a la investigación médica y otra reservada a la física y la química, dirigida por Marie Curie. Durante la Primera Guerra Mundial creó, con la ayuda de donativos privados, un equipo de expertos en técnicas radiográficas y, con la colaboración de su hija Irene, puso en funcionamiento más de doscientos vehículos radiológicos; madre e hija se desplazaron hasta el frente para enseñar a los médicos los nuevos métodos y técnicas de la radiología.
En mayo de 1921 Marie Curie realizó, en compañía de sus hijas, una gira triunfal por Estados Unidos con objeto de recoger el gramo de radio (valorado por entonces en cien mil dólares) cuya adquisición había hecho posible la suscripción popular promovida por una periodista. A su regreso comenzaron a manifestarse en Marie los primeros síntomas de que padecía cataratas, y la sospecha de que las emanaciones de radio podían producir algo más que quemaduras en los dedos empezó a tomar cuerpo, pese a que la esperanza de que tuvieran un efecto permanente sobre las células cancerosas estaba entonces en su apogeo.

Curie y el físico Robert Millikan en el Congreso
de Física Nuclear de Roma (1931)
En 1922 fue invitada a formar parte de la Comisión para la Cooperación Intelectual creada por la Sociedad de Naciones, de la que ocupó la vicepresidencia. En 1925 su hija Irene contrajo matrimonio con el físico francés Frédéric Joliot; ambos descubrieron en enero de 1934 la radiactividad artificial, descubrimiento por el que recibirían en 1935 el Premio Nobel de química, el tercero de los merecidos por la familia. Pocos meses después del descubrimiento, la salud de Marie Curie se deterioró definitivamente. Creyendo que se trataba de una inflamación de antiguas lesiones tuberculosas, fue conducida a un sanatorio en Sancellemoz; allí se le diagnosticó una anemia perniciosa, y falleció el 4 de julio de 1934. Su hija Irene murió asimismo de leucemia en 1956; su marido reconoció que la muerte era consecuencia de la radiación, aunque sostuvo que la afección hepática que le costaría a él mismo la vida dos años más tarde no tenía nada que ver con la radiactividad.
Cuando, durante la Primera Guerra Mundial, Marie recorrió los hospitales de campaña para ayudar a los cirujanos con las nuevas técnicas radiológicas (gracias a los rayos X podían descubrirse balas y fragmentos de metralla ocultos en los heridos), su ayuda inestimable hizo que se la empezase a llamar "Suprema Bienhechora de la Humanidad". Marie siempre rechazó estas manifestaciones, que consideraba inmerecidas: seguía siendo tan modesta y discreta como cuando sólo era una joven estudiante polaca en la Sorbona. Einstein, que la conoció una vez terminada la guerra y mantuvo con ella una fructífera relación científica, afirmó: "Madame Curie es, de todos los personajes célebres, el único al que la gloria no ha corrompido".