José Clemente Orozco
(Zapotlán, actual Ciudad
Guzmán, 1883 - México, 1949) Muralista mexicano. Unido por vínculos de afinidad
ideológica y por la propia naturaleza de su trabajo artístico a las
controvertidas personalidades de Rivera, Siqueiros y Tamayo, José Clemente
Orozco fue uno de los creadores que, en el fértil período de entreguerras, hizo
florecer el arte pictórico mexicano gracias a sus originales creaciones,
marcadas por las tendencias artísticas que surgían al otro lado del Atlántico,
en la vieja Europa.
Orozco
colaboró al acceso a la modernidad estética de toda Latinoamérica, aunque la
afirmación tenga sólo un valor relativo y deban considerarse las peculiares
características del arte que practicaba, poderosamente influido, como es
natural, por la vocación pedagógica y el aliento político y social que informó
el trabajo de los muralistas mexicanos. Empeñados éstos en llevar a cabo una
tarea de educación de las masas populares, con objeto de incitarlas a la toma
de conciencia revolucionaria y nacional, debieron buscar un lenguaje plástico
directo, sencillo y poderoso, sin demasiadas concesiones al experimentalismo
vanguardista.
A los
veintitrés años ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Carlos para
completar su formación académica, puesto que su familia había decidido que
aprovechara sus innegables condiciones para el dibujo en "unos estudios
que le aseguraran el porvenir y que, además, pudieran servir para administrar
sus tierras", por lo que el muchacho inició la carrera de ingeniero
agrónomo. El destino profesional que el entorno familiar le reservaba no
satisfacía en absoluto las aspiraciones de Orozco, que muy pronto tuvo que
afrontar las consecuencias de un combate interior en el que su talento
artístico se rebelaba ante unos estudios que no le interesaban. Y ya en 1909
decidió consagrarse por completo a la pintura.
Durante cinco
años, de 1911 a 1916, para conseguir los ingresos económicos que le permitieran
dedicarse a su vocación, colaboró como caricaturista en algunas publicaciones,
entre ellas El Hijo del Ahuizote y La Vanguardia, y realizó una notable serie
de acuarelas ambientadas en los barrios bajos de la capital mexicana, con
especial presencia de unos antros nocturnos, muchas veces sórdidos, demostrando
en ambas facetas, la del caricaturista de actualidad y la del pintor, una
originalidad muy influida por las tendencias expresionistas.
De esa época
es, también, su primer cuadro de grandes dimensiones, Las últimas fuerzas españolas
evacuando con honor el castillo de San Juan de Ulúa(1915) y su primera
exposición pública, en 1916, en la librería Biblos de Ciudad de México,
constituida por un centenar de pinturas, acuarelas y dibujos que, con el título
de La Casa de las Lágrimas,
estaban consagrados a las prostitutas y revelaban una originalidad en la
concepción, una búsqueda de lo "diferente" que no excluía la
compasión y optaba, decididamente, por la crítica social.
Puede hallarse
en las pinturas de esta primera época una evidente conexión, aunque no una
visible influencia, con las del gran pintor francés Toulouse-Lautrec, ya que el
mexicano realizó también en sus lienzos una pintura para "la gente de la
calle", lo que se ha denominado "el gran público", y ambos
eligieron como tema y plasmaron en sus telas el ambiente de los cafés, los
cabarets y las casas de mala nota.
Dioses del mundo moderno (1932)
Orozco
consiguió dar a sus obras un cálido clima afectivo, una violencia incluso, que
le valió el calificativo de "Goya mexicano", porque conseguía
reflejar en el lienzo algo más que la realidad física del modelo elegido, de
modo que en su pintura (especialmente la de caballete) puede captarse una
oscura vibración humana a la que no son ajenas las circunstancias del modelo.
Conservó este sobrenombre para dar testimonio de la Revolución Mexicana con sus
caricaturas en La Vanguardia, uniéndose de ese modo a la tradición satírica
inaugurada, a finales del siglo XIX, por Escalante y Villanuesa.
Un año
decisivo
Una fecha
significativa en la trayectoria pictórica de José Clemente Orozco es el año
1922. Por ese entonces se unió a Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y otros artistas para iniciar el
movimiento muralista mexicano, que tan gran predicamento internacional llegó a
tener y que llenó de monumentales obras las ciudades del país. De tendencia
nacionalista, didáctica y popular, el movimiento pretendía poner en práctica la
concepción del "arte de la calle" que los pintores defendían,
poniéndolo al servicio de una ideología claramente izquierdista.
Desde el punto
de vista formal, la principal característica de los colosales frescos que
realizaba el grupo era su abandono de las pautas y directrices académicas, pero
sin someterse a las "recetas" artísticas y a las innovaciones
procedentes de Europa: sus creaciones preferían volverse hacia lo que
consideraban las fuentes del arte precolombino y las raíces populares
mexicanas. Los artistas crearon así un estilo que se adaptaba a la tarea que se
habían asignado, a sus preocupaciones políticas y sociales y su voluntad
didáctica; más tarde (junto a Rivera y Siqueiros) actuó en el Sindicato de
Pintores y Escultores, decorando con vastos murales numerosos monumentos
públicos y exigiendo para su trabajo, en un claro gesto que se quería
ejemplarizante y reivindicativo, una remuneración equivalente al salario de
cualquier obrero.
Orozco era
pues un artista que optó por el "compromiso político", un artista
cuyos temas referentes a la Revolución reflejan, con atormentado vigor e
insuperable maestría, la tragedia y el heroísmo que llenan la historia
mexicana, pero que dan fe también de una notable penetración cuando capta los
tipos culturales o retrata el gran mosaico étnico de su país.
Embajador
artístico e incansable viajero
En 1928 el
artista decide realizar un viaje por el extranjero. Se dirigió a Nueva York
para presentar una exposición de sus Dibujos de la Revolución; inició de ese
modo una actividad que le permitirá cubrir sus necesidades, pues Orozco se
financia a partir de entonces gracias a sus numerosas exposiciones en distintos
países. Su exposición neoyorquina tuvo un éxito notable, que fructificó dos
años después, en 1930, en un encargo para realizar las decoraciones murales
para el Pomona College de California, de las que merece ser destacado un
grandilocuente y poderoso Prometeo; en 1931 decoró, también, la New School for
Social Research de Nueva York.
Pero pese a
haber roto con los moldes academicistas y a su rechazo a las innovaciones
estéticas de la vieja Europa, el pintor sentía una ardiente curiosidad, un casi
incontenible deseo de conocer un continente en el que habían florecido tantas
civilizaciones. Los beneficios obtenidos con su trabajo en Nueva York y
California le permitieron llevar a cabo el soñado viaje. Permaneció en España e
Italia, dedicado a visitar museos y estudiar las obras de sus más destacados
pintores.
Prometeo (1944)
Se interesó
por el arte barroco y, desde entonces, puede observarse cierta influencia de
estas obras en sus posteriores realizaciones, sobre todo en la organización
compositiva de los grupos humanos, en la que son evidentes las grandes
diagonales, así como en la utilización de los teatrales efectos del claroscuro,
que descubrió al estudiar las obras de Velázquez y Caravaggio, que le permitió
conseguir en sus creaciones un poderoso efecto dramático del que hasta entonces
carecía, gracias al contraste entre luces y sombras y a las mesuradas
gradaciones del negro en perspectivas aéreas.
Se dirigió
luego a Inglaterra pero el carácter inglés, que le parecía "frío y poco
apasionado", no le gustó en absoluto y, tras permanecer breve tiempo en
París, para tomar contacto con "las últimas tendencias del momento",
decidió emprender el regreso a su tierra natal. Allí inició de nuevo la
realización de grandes pinturas murales para los edificios públicos.
Con la clara
voluntad de ser un intérprete plástico de la Revolución, José Clemente Orozco
puso en pie una obra monumental, profundamente dramática por su contenido y sus
temas referidos a los acontecimientos históricos, sociales y políticos que
había vivido el país, contemplado siempre desde el desencanto y desde una
perspectiva de izquierdas, extremadamente crítica, pero también por su estilo y
su forma, por el trazo, la paleta y la composición de sus pinturas, puestas al
servicio de una expresividad violenta y desgarradora.
Su obra podría enmarcarse en un realismo ferozmente expresionista, fruto tal
vez de su contacto con las vanguardias parisinas, a pesar de su consciente
rechazo de las influencias estéticas del Viejo Mundo; el suyo es un
expresionismo que se manifiesta en grandes composiciones, las cuales, por su
rigor geométrico y el hieratismo de sus robustos personajes, nos hacen pensar,
hasta cierto punto, en algunos ejemplos de la escultura precolombina. Hay que
recordar al respecto que Orozco, Rivera y Siqueiros, el "grupo de los
tres" como les gustaba llamarse, defendían el regreso a los orígenes, a la
pureza de las formas mayas y aztecas, como principal característica de su
trabajo artístico.
Una vastísima obra monumental
Cuando, en 1945, publicó su autobiografía, el cansancio por
una lucha política muchas veces traicionada, el desencanto por las experiencias
vividas en los últimos años y, tal vez, también el inevitable paso de los años,
se concretan en unas páginas de evidente cinismo de las que brota un aura
desengañada y pesimista. Europa nunca llegó a comprenderle, porque sus
inquietudes estaban muy alejadas de las preocupaciones que agitaban, en su
época, al continente, y porque no entendía, tampoco, el contexto social en el
que Orozco se movía.
Su gigantismo, sus llamativos colores, aquella figuración
narrativa que caía, de vez en cuando, en lo anecdótico, respondían a unas
necesidades objetivas, a una lucha en definitiva, que parecieron exóticas en el
contexto europeo. Era un arte que pretendía servir al pueblo, ponerse al
servicio de cierta interpretación de la historia, en unos murales de
convincente fuerza expresiva.
Hay que poner de relieve, como muestra del trabajo y las
líneas creativas del pintor, las obras que realizó, entre 1922 y 1926, para la
Escuela Nacional Preparatoria de México D. F., entre las que hay unCortés y
la Malinche, cuyo tema pone de relieve un momento crucial en la historia de
México, en trazos transidos de luces y sombras. De 1932 a 1934, realizó para la
Biblioteca Baker del Darmouth College, Hannover, New Hampshire, Estados Unidos,
una serie de seis frescos monumentales, uno de los cuales, La enseñanza libresca genera
monstruos, además de aludir oscuramente a su maestro Goya, supone una sarcástica advertencia en
un edificio destinado, precisamente, a albergar la biblioteca de una
institución docente.
Cortés y la Malinche
Para la Suprema Corte de Justicia de México D. F., Orozco
realizó dos murales que son un compendio de las obsesiones de su vida: La justicia y Luchas
proletarias, pintados durante 1940 y 1941. Por fin, en 1948 y para el
Castillo de Chapultepec, en México D. F., Orozco llevó a cabo el que debía ser
su último gran mural, como homenaje a uno de los políticos que, por sus
orígenes indígenas y su talante liberal, más cerca estaban del artista: Benito
Juárez.
Miembro fundador de El Colegio Nacional y Premio Nacional de
Artes en 1946, practicó también el grabado y la litografía. Dejó, además, una
abundante obra de caballete, caracterizada por la soltura de su técnica y sus
pinceladas amplias y prolongadas; sus lienzos parecen a veces una sinfonía de
tonos oscuros y sombríos, mientras en otras ocasiones su paleta opta por un
colorido brillante y casi explosivo.
Entre sus cuadros más significativos hay que mencionar La hora del chulo, de 1913,
buena muestra de su primer interés por los ambientes sórdidos de la capital; Combate, de 1920, y Cristo destruye su cruz,
pintado en 1943, obra de revelador título que pone de manifiesto la actitud
vital e ideológica que informó toda la vida del artista. De entre sus últimas
producciones en caballete, el Museo de Arte Carrillo, en México D. F., alberga
una Resurrección de Lázaro,
pintada en 1947, casi al final de su vida.
En la producción de sus años postreros puede advertirse un
afán innovador, un deseo de experimentar con nuevas técnicas, que se refleja en
el mural La Alegoría nacional,
en cuya realización utilizó fragmentos metálicos incrustados en el hormigón. Su
aportación a la pintura nacional y la importancia de su figura artística
decidieron al presidente Miguel Alemán ordenar que sus restos recibieran
sepultura en el Panteón de los Hombres Ilustres.
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