Rufino Tamayo
(Oaxaca, 1899
- Ciudad de México, 1991) Pintor mexicano. Figura capital en el panorama de la
pintura mexicana del siglo XX, Rufino Tamayo fue uno de los primeros artistas
latinoamericanos que, junto con los representantes del conocido "grupo de
los tres" (Rivera, Siqueiros y Orozco), alcanzó un relieve y una difusión
auténticamente internacionales. Como ellos, participó en el importante
movimiento muralista que floreció en el período comprendido entre las dos
guerras mundiales. Sus obras, sin embargo, por su voluntad creadora y sus
características, tienen una dimensión distinta y se distinguen claramente de
las del mencionado grupo y sus epígonos.
Rufino Tamayo
Coincidiendo
en sus aspiraciones con el quehacer del brasileño Cándido Portinari, el trabajo
de Rufino Tamayo se caracteriza por su voluntad de integrar plásticamente, en
sus obras, la herencia precolombina autóctona, la experimentación y las
innovadoras tendencias plásticas que revolucionaban los ambientes artísticos
europeos a comienzos de siglo. Esta actividad sincrética, esa atención a los
movimientos y teorías artísticas del otro lado del Atlántico lo distinguen,
precisamente, del núcleo fundamental de los "muralistas", cuya preocupación
central era mantener una absoluta independencia estética respecto a los
parámetros europeos y beber sólo en las fuentes de una pretendida herencia
pictórica precolombina, resueltamente indigenista.
También desde
el punto de vista teórico tiene Tamayo una personalidad distinta, pues no
suscribió el radical compromiso político que sustentaba las producciones de los
muralistas citados y prestó mayor atención a las calidades pictóricas. Es
decir, aunque por la monumentalidad de su trabajo y las dimensiones y función
de sus obras podría incorporarse al movimiento mural mexicano, diverge, no
obstante, por su independencia de los planteamientos ideológicos y
revolucionarios, y por una voluntad estética que desarrolla el tema indio con
un estilo más formal y abstracto.
Nacido en
Oaxaca, en el Estado del mismo nombre, hijo de indígenas zapotecas y, tal vez
por ello, sin necesidad de reivindicar ideológicamente una herencia artística
indígena que le era absolutamente natural, Rufino Tamayo fue un pintor de fecunda
y larga vida, pues murió a la provecta edad de noventa y tres años, en Ciudad
de México, en 1991.Su vocación artística y su inclinación por el dibujo se
manifestaron muy pronto en el joven y su familia nunca pretendió contrariar
aquellas tendencias, como era casi de rigor entre los jóvenes mexicanos que
pretendían dedicarse a las artes plásticas.
El pintor
inició su formación profesional y académica ingresando, cuando sólo contaba
dieciséis años, en la Academia de Bellas Artes de San Carlos. Pero su temperamento
rebelde y sus dificultades para aceptar la férrea disciplina que exigía aquella
institución le impulsaron a abandonar enseguida aquellos estudios y, a finales
de aquel mismo año, dejó las aulas y se lanzó a una andadura que lo llevaría al
estudio de los modelos del arte popular mexicano y a recorrer todos los caminos
del arte contemporáneo, sin temor a que ello pudiera significarle una pérdida
de autenticidad.
En 1926, en su
primera exposición pública, se hicieron ya ostensibles algunas de las características
de su obra y la evolución de su pensamiento artístico, puesta de relieve por el
paso de un primitivismo de voluntad indigenista (patente en obras tan
emblemáticas como su Autorretrato de 1931) a la influencia del
constructivismo (evidente en sus cuadros posteriores, especialmente en Barquillo de fresa, pintado en
el año 1938). Una evolución que había de llevarlo, también, a ciertos ensayos
vinculados al surrealismo.
Paralelamente,
Tamayo desempeñó cargos administrativos y se entregó a una tarea didáctica. En
1921 consiguió la titularidad del Departamento de Dibujo Etnográfico del Museo
Nacional de Arqueología de México, hecho que para algunos críticos fue decisivo
en su toma de conciencia de las fuentes del arte mexicano. Gracias al éxito
conseguido en aquella primer exposición de 1926, fue invitado a exponer sus
obras en el Art Center de Nueva York. Más tarde, en 1928, ejerció como profesor
en la Escuela Nacional de Bellas Artes y, en 1932, fue nombrado director del
Departamento de Artes Plásticas de la Secretaría de Educación Pública.
En 1938
recibió y aceptó una oferta para enseñar en la Dalton School of Art de Nueva
York, ciudad en la que permanecería casi veinte años y que sería decisiva en el
proceso artístico del pintor. Allí, en efecto, dio por concluido el período
formativo de su vida y se fue desprendiendo lentamente de su interés por el
arte europeo para iniciar una trayectoria artística marcada por la originalidad
y por una exploración absolutamente personal del universo pictórico. En Nueva
York se definió, también, su inconfundible lenguaje plástico, caracterizado por
el rigor estético, la perfección de la técnica y una imaginación que
transfigura los objetos, apoyándose en las formas de la cultura prehispánica y
en el simbolismo del arte precolombino para dar libre curso a una poderosa
inspiración poética que bebe en las fuentes de una lírica visionaria.
Animales (1941), de Rufino
Tamayo
Un año después
de su nombramiento como director del Departamento de Artes Plásticas realizó su
primer mural, trabajo que le había sido encargado por el Conservatorio Nacional
de México y en el que se puso de manifiesto su ruptura con los presupuestos
estéticos que habían informado, hasta entonces, las obras de los muralistas
encabezados por Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco. En obra mural se
percibe un voluntario rechazo a la grandilocuencia y un consciente alejamiento
de los mensajes revolucionarios y de los planteamientos políticos esquemáticos
que informaban las realizaciones del grupo, lo cual lo enfrentó con "los
tres grandes". No puede afirmarse, sin embargo, que su actitud fuera apolítica
o reaccionaria, aunque muchas veces se le acusara de ello, pero no cabe duda, y
no se abstuvo nunca de decirlo con claridad, que para él la llamada escuela
mexicana de pintura mural estaba agotada y que había caído en plena decadencia
tras el florecimiento de los años veinte.
La propuesta
mural de Tamayo tomaba caminos distintos, innovadores, que desdeñaban las
formas más superficialmente populares, folclóricas casi, de la cultura de su
país y, por sendas más elaboradas, buscaba la plasmación de sus raíces
indígenas y de sus vínculos con la América prehispánica en equivalencias
poéticas más sutiles. Aun durante su larga residencia en el extranjero, que se
prolongó a lo largo de casi tres décadas, siguió visitando México para
encargarse de los trabajos murales que se le encomendaban, muchas veces porque
los representantes fresquistas los rechazaban o no podían abarcarlos.
La parte
fundamental de su producción, sin embargo, se encauza a través de la pintura de
caballete, en la que Tamayo es uno de los pocos artistas latinoamericanos que
cultiva la naturaleza muerta (representando objetos, frutos exóticos y también
figuras o personajes pintorescos) por medio de una transmutación formal, un
elaborado simbolismo de indiscutibles raíces intelectuales y estética
experimental que lo alejaron sin duda de la buscada popularidad, pero lo
convirtieron en uno de los grandes artistas representativos de la pintura
mexicana de la segunda mitad del siglo XX.
Ya a los
treinta y siete años, cuando viajó en calidad de delegado al Congreso
Internacional de Artistas celebrado en Nueva York, recibió un primer homenaje
que le valió, como se ha visto, el nombramiento como profesor de pintura en la
Dalton School. Pero puede considerarse que su éxito internacional se consolida
cuando, a principios de la década de los cincuenta, la Bienal de Venecia
instaló una Sala Tamayo y obtuvo el Primer Premio de la Bienal de São Paulo
(1953), junto al francés Alfred Mannesier.
Se inicia
entonces la época dorada en la vida y en la producción artística del pintor.
Comienzan a llover los encargos y se lanza a la producción fresquista tanto en
México, donde realiza su primer fresco del Palacio de Bellas Artes de la
capital (1952), como en el extranjero, donde sus obras florecen en los
ambientes y países más diversos. Pone en pie así, en Houston, Estados Unidos,
el que es quizá su mural de mayor envergadura, titulado América (1956); antes, en 1953, había
realizado el mural El Hombrepara
el Dallas Museum of Cine Arts; en 1957, y para la biblioteca de la Universidad
de Puerto Rico, lleva a cabo su mural Prometeo y, un año después, en 1958, los
ambientes artísticos y culturales europeos que tanto le habían influido en sus
comienzos le rinden un cálido homenaje cuando realiza un monumental fresco para
el Palacio de la UNESCO en París.
Detalle del mural América (1956)
Esta
consagración internacional se ve avalada, también, por un largo rosario de
galardones, reconocimientos y nombramientos a cargos de organismos artísticos
del mundo entero. En 1961 es elegido para integrarse en la Academia de Artes y
Letras de Estados Unidos; antes había recibido ya, en 1959, su nombramiento
como Miembro Correspondiente de la Academia de Artes de Buenos Aires. Pero el
galardón del que se sentiría más orgulloso es anterior a todos ellos: en 1957
había sido nombrado en Francia Caballero de la Legión de Honor, título que
siempre consideró como un reconocimiento valiosísimo al proceder de un país
que, para él, había sido la cuna del arte de vanguardia.
En 1963 lleva
a cabo dos murales para decorar el casco del paquebote Shalom: Israel Ayer e Israel
Hoy. Era el resultado de sus amistosas (y controvertidas) relaciones con el
Estado de Israel, al que apoyó en los difíciles momentos de su conflicto con
los estados árabes a causa del problema palestino. Se explica así que varios
museos israelíes, especialmente en Jerusalén y Tel-Aviv, posean numerosas
muestras de su producción artística, aunque su obra se ha expuesto
prácticamente en todo el mundo y sus creaciones forman hoy parte de las más
importantes colecciones y museos internacionales. Los innumerables premios
recibidos y las exposiciones individuales que realizó en Nueva York, San
Francisco, Chicago, Cincinnati, Buenos Aires, Los Ángeles, Washington, Houston,
Oslo, París, Zurich o Tokio dispararon su cotización artística, que en las
décadas de los ochenta y noventa alcanzaría valores astronómicos en la bolsa
del arte.
Al iniciarse
la década de los años sesenta, Rufino Tamayo regresó a su México natal. Su obra
revelaba ya la madurez de un hombre que ha bebido de las más distintas fuentes
estéticas e intelectuales, integrándolas en una personalidad artística
profundamente original. Pese a considerarse a sí mismo "el eterno
inconforme con lo que se ha pretendido que es la pintura mexicana", no
cabe duda de que Tamayo es un crisol en el que se amalgaman las más vivas
tradiciones de su país y las investigaciones estéticas en una síntesis superior
de personalísimas características e innegable fuerza expresiva.
Hombre de
pocas palabras en su vida cotidiana (consideraba que el pintor debe
manifestarse con sus pinceles y que la única razón de una obra es la propia
obra), en la producción de Tamayo sorprende la exquisita disposición de los
signos que junto a las superficies que comparten se disputan a veces la tela;
hay en el volumen de su materia, lentamente forjada en capas superpuestas de
color, paulatinamente elaboradas, un colorido peculiar, suntuoso, fruto de
estudiadas y brillantes yuxtaposiciones; el poderoso fluir de sus orígenes
étnicos, la fuerza mestiza que alienta en el arte de México, empapa su paleta
con todas las calidades e intensidad de los azules nocturnos, la palidez de los
malvas, el impacto violento de los púrpura, un espectro de naranjas, rosados,
verdes, colores de las más primigenias civilizaciones que se concretan en
símbolos irónicos o indescifrables, fascinantes para el profano, como los
antiguos e inaccesibles jeroglíficos de los templos, como un ritual insólito y
sobrecogedor. Todo cabe en su obra, desde la preocupación cósmica por el
destino humano hasta la vida erótica.
Su obra como
muralista, ciclópea y hecha en el más puro «mexicanismo», culmina en el mural El Día y la Noche. Realizado en
1964 para el Museo Nacional de Antropología e Historia de México, simboliza la
lucha entre el día (serpiente emplumada) y la noche (tigre). Ese mismo año
recibió el Premio Nacional de Artes. Sus últimos trabajos monumentales datan de
1967 y 1968, cuando por encargo gubernamental realizó los frescos para los
pabellones de México en la Exposición de Montreal y en la Feria Internacional
de San Antonio (Texas). A partir de entonces, retirado casi, se dedicó de lleno
a transmitir el saber acumulado en su larga e intensa vida artística.
Pero, como ya
se ha dicho, la parte más significativa de su obra corresponde a su pintura de
caballete, que no abandonó hasta poco antes de su muerte. Entre sus numerosas
obras hay que citar Hippy en
blanco (1972), expuesto en el
Museo de Arte Moderno, o Dos
mujeres (1981), en el Museo
Rufino Tamayo. Su interés por el arte precolombino cristalizó al inaugurarse en
1974, en la ciudad de Oaxaca, el Museo de Arte Prehispánico Rufino Tamayo, con
1.300 piezas arqueológicas coleccionadas, catalogadas y donadas por el artista.